Rajoy se envuelve en la bandera

CUANDO el atribulado Napoleón volvía a casa tras ser derrotado por el invierno ruso, se empeñó en desviarse unas decenas de kilómetros para visitar a una aristócrata polaca con la que había tenido un affaire sentimental. Su ayudante de cámara le reprochó la frivolidad en unos momentos en que miles de soldados de la Grande Armée yacían al borde del camino, muertos por el hambre y las bajísimas temperaturas.

Rajoy se comportó ayer como Bonaparte. Mostró más interés en reparar su ego herido y en salvar su honor que en asumir las responsabilidades de sus propias acciones y omisiones. Optó por refugiarse en los brazos del partido, confundiendo sus deseos con sus obligaciones.

Diré de entrada que no pongo en duda la honorabilidad personal del presidente ni pretendo meterme en su conciencia. Pero me produjo un profundo rechazo sus continuos ataques a la oposición y la táctica del «y tú más», mientras él se identificaba con los intereses de la nación y la estabilidad de la economía. «El Estado soy yo», le faltó decir.

Algunos han querido elevar esta farsa a la categoría de drama al sostener que lo que publica este periódico está haciendo daño a la patria como si el PP tuviera el monopolio de la representación de este país, al igual que Napoleón se creía la encarnación de Francia.

Rajoy afirmó ayer que «no han faltado quienes han aprovechado la ocasión para utilizarla en su beneficio». Ésta es siempre la justificación de quien se niega a asumir sus culpas y atribuye malas intenciones a los demás, una habitual fantasía psicológica analizada por Freud.

Pero no. El descrédito no está en el dedo que apunta sino en los hechos a los que señala. Lo de menos es si el caso Bárcenas perjudica o no la prima de riesgo. La cuestión esencial es si el PP se financió ilegalmente y si sus dirigentes recibieron sobres. Rajoy se escudó en su dignidad ofendida y no disipó las dudas. Si cuando se denuncia un abuso, no se puede debatir en el Congreso porque se daña la imagen de España o el ego de los líderes, entonces estamos asistiendo al final de la política y su sustitución por la tecnocracia.

No vale con que Rajoy confesara que «se equivocó» con Bárcenas. Tampoco apelar al desenlace de la investigación judicial. Y menos enunciar medidas contra la corrupción sin querer reconocerla. Lo que no explicó es cómo su colaborador pudo amasar esa fortuna con el dinero negro que llegaba a Génova sin que nadie de la cúpula se enterara.

Está claro que Rajoy ya no puede cambiar de versión, porque ello supondría acabar sus días como el emperador en Santa Elena.